Para entender la relación de Juan Sebastián Cabal y Robert Farah, y ver el punto de partida de una amistad que mutó en hermandad, hay que ir atrás, a Cali, a la ciudad natal del primero, al lugar que acogió a la familia del segundo. A la Liga Vallecaucana de tenis, a las clases de Felipe Berón, a donde llegaron por coincidencia, por la concurrencia que permite el talento para pegarle a la pelota. El papá de Juan jugaba en el Club Tequendama. Su familia no era de esas con raquetas, de tenis blancos, de pantalonetas y medias cortas, y de tardes de domingo con morrales gigantes. Simplemente vivían a dos cuadras y la cercanía influenció en la elección de este deporte.
El papá de Robert daba clases de tenis, enseñando lo que había aprendido en Líbano, el país que tuvo que abandonar por la violencia, antes de que nacieran sus hijos, para que no vieran lo que él había visto apelando a la cuerda razón de que irse era la mejor opción. Juan es mayor que Robert 10 meses, se conocen hace 23 años, una época que obnubila la primera vez que se encontraron. “Ambos eran muy alegres, se movían bien en la cancha. Les encantaba el fútbol”, dice Berón, uno de sus primeros entrenadores.
El circuito de sencillos fue severo y fuerte con ellos, no porque no hubiera talento, sino por situaciones que se fueron presentando en el sendero. Por ejemplo: la lesión de Cabal en 2005, en el Challenger de Morella, en un partido contra Zack Fleishman. La rodilla izquierda que no respondió a una bola en contrapié, el sonido similar a la rama de un árbol rompiéndose debajo de la suela de un zapato, y el grito de dolor, de agonía. “Yo lo escuché desde la tribuna. Se quedó tirado en el suelo. Fue duro verlo así”, rememora Berón, el hombre que los ha acompañado durante todo su proceso, así como a todo aquel que entró al grupo Colsánitas (Santiago Giraldo, Alejandro Falla, Carlos Salamanca, entre otros).
El menisco lateral desprendido, el ligamento cruzado anterior roto, es decir, un dictamen desalentador, punzante para la cabeza de quien apenas tenía 19 años. Seis meses en muletas, con bastón y respetando los tiempos del cuerpo. La fe lo invadió al punto de ir al templo de la Milagrosa en Cali, cada nada, a pedir por su recuperación. Aun así, en contra de los pronósticos, volvió a jugar, eso sí, dos años después.
Por el lado de Farah la realidad no fue tan trágica, pero también se empeñó en alejarlo del deporte. Una lesión en la muñeca y el no poder impactar la bola sin sentir un pinchazo generó zozobra, tristeza y obligó a cambiar los planes. “Me voy a estudiar a Estados Unidos”, le dijo a sus padres como dictando una ley, con la voz trémula al principio, pero segura al final. Estudió economía en la Universidad del Sur de California becado, pues lo mostrado había quedado en la retina de quienes apostaron por su talento. Trabajó como boleador en el verano para pagar sus gastos del año y los buenos resultados en los torneos universitarios (fue número uno durante cinco años) le dieron energía para intentarlo una vez más en el circuito ATP. De hecho, en 2012, jugó en la tercera ronda del Conde de Godó, en Barcelona, contra Rafael Nadal (perdió 6-2 y 6-3).
Los caminos, en momentos bifurcados, se unieron con un diálogo, con una charla común que terminó arrojando un “pues intentémoslo a ver cómo nos va”. Hoy en día es imposible comprender al uno sin el otro, pues incluso ya ni palabras necesitan para comunicarse. Señas, gestos y hasta sonrisas. El uno ya sabe lo que quiere el otro sin necesidad de abrir la boca. Cabal y su temperamento, su vehemencia, su corazón. Robert y su entrega, su tranquilidad, su frialdad. El complemento que se necesita para jugar dobles, una modalidad que se puede entender, para las personas ajenas al deporte, como un matrimonio. Siempre habrá peleas, roces y ganas de separarse, pero al final, como la modestia y la sabiduría, la pareja seguirá siendo inseparable.
Fuente y Fotografía ElEspectador.com