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Las amplias movilizaciones populares que tuvieron lugar el pasado 1° de septiembre en Venezuela en contra del gobierno del presidente Nicolás Maduro, y las anunciadas para mañana y el 16 de septiembre, no son más que la respuesta popular a la indiferencia del gobierno y de las instituciones encargadas de aprobar el proceso revocatorio. Sumadas a otras inconformidades que van alcanzando niveles casi intolerables para la mayoría de la población, que aún recuerda los años de mayor prosperidad económica.

En los albores del siglo XXI, varias movilizaciones sociales han tenido lugar con diferentes resultados a nivel internacional. Algunas de las más celebres son la Primavera Árabe, la cual fue un conjunto de movilizaciones sociales que presionaron, junto a acciones armadas, la salida del poder de dictadores en el norte de África y el Medio Oriente, no siempre con los mejores resultados; y los “ocupantes” de Wall Street, quienes han demandado cambios respecto al sistema financiero y económico en Estados Unidos. Con diferentes objetivos, estos movimientos sociales han alcanzado una cohesión significativa y resultados diferenciados, con una aspiración refundacional en el primer caso y con un alcance más acotado en el segundo. Estos movimientos caen en la denominación de “acciones colectivas contenciosas”, las cuales, según Sidney Tarrow, son aquellas acciones que reúnen a un conjunto de personas muy diversas que sin posibilidades de acceso directo al poder actúan bajo una causa común y pretenden presionar a las autoridades constituidas que se niegan a cambiar sus políticas, por medio de diversas actividades como cacerolazos, acciones simbólicas, bloqueos de calles y ocupación de edificios públicos.

La historia de América Latina está llena de este tipo de acciones, las cuales han abocado por el cambio social y una sociedad más incluyente, en el contexto de un sistema político muy limitado. Sin embargo, la mayoría de estos movimientos populares fueron y han sido reprimidos, ilegalizados, o vilipendiados siguiendo la lógica de la Guerra Fría, según los cuales, cualquier manifestación popular es asociada con el enemigo interno, y bajo esta lógica, con fuerzas desestabilizadoras.

 Con el renacer democrático en los años noventa en América Latina, se esperaba que las instituciones y los mecanismos legítimos fueran capaces de responder a las necesidades de las amplias mayorías. No obstante, esto no fue así. Los mecanismos democráticos quedaron limitados a la participación en las urnas, manteniéndose un régimen “hiper-presidencialista”. De este modo, la literatura especializada empezó a referirse a las democracias de la región como “limitadas”, “precarias” o de “baja intensidad”. Curiosamente, dos países de la región no hicieron parte de este proceso de transición democrática: Colombia y Venezuela, países que a pesar de todos los inconvenientes habían tenido un sistema democrático-electoral más o menos estable en la segunda mitad del siglo XX.

En el cambio de milenio, Venezuela entró en un proceso democrático sui generis. La llamada “V República” representó uno de los ejemplos del devenir histórico y recurrencia en América Latina de ciertos procesos políticos y sociales. Hugo Chávez trató de llevar a cabo una “revolución desde arriba” con el involucramiento de amplios sectores sociales, bajo el marco de un proyecto político de tipo bolivariano, emulando los gobiernos de Juan Velasco Alvarado en Perú y Omar Torrijos en Panamá en América Latina, y la Revolución iraní en Medio Oriente, de tipo nacionalista, antihegemónico y con alta participación castrense. Uno de sus mayores logros fue el empoderamiento de gran parte de la población, que por años se encontró al margen de la política. Como lo sugiere Isidoro Cheresky, progresivamente los ciudadanos han emergido como individuos dotados de derechos o con posibilidades de reclamarlos abiertamente en el marco de una democracia, y muchos han ejercido este derecho sin temor.

Las movilizaciones sociales en Venezuela desde el año 2014 entran en esta lógica. Si bien las llamadas “guarimbas” fueron su versión más extrema, las cuales le quitaron cierta legitimidad a las demandas sociales, las que actualmente suceden, más que un reto para la democracia, son una manifestación de la misma. Como dice Andre Coelho: “Una especie de rendición de cuentas popular en la búsqueda de una mayor correspondencia entre los deseos de los ciudadanos y la efectiva actuación de sus representantes”, en este caso hacia el presidente Maduro y el deseo popular para su salida del poder. Las manifestaciones sociales no pueden ser vistas como situaciones desestabilizadores, sino por el contrario como la quintaesencia de la soberanía popular en momentos en que los canales oficiales de la democracia no se muestran efectivos, tal y como ocurre con el proceso de dilatorio del Tribunal Supremo de Justicia, para aprobar el referéndum revocatorio en Venezuela. El punto álgido se da en el caso de que el Ejecutivo se encargue de deslegitimarlos o reprimirlos, lo cual puede traer consecuencias inesperadas y catastróficas.

En situaciones anteriores, las movilizaciones sociales en las calles han sido efectivas para presionar la salida del poder de presidentes en la región. Con marcadas diferencias son célebres los casos de Jamil Mahuad, expulsado del poder tras las movilizaciones sociales indígenas y el apoyo de los militares en 2000. Lucio Gutiérrez, tras intermitentes y espontáneas acciones populares, dejó en 2005 la presidencia de Ecuador. En Bolivia, las movilizaciones sociales tuvieron un impacto contundente para la salida de la presidencia de Gonzalo Sánchez de Lozada en 2003 y Carlos Mesa en 2005 por medio de diferentes acciones, lo cual hizo imposible mantenerse en el poder.

Es así como las amplias movilizaciones sociales, aunque no pretenden tomar el poder, se vuelven un medio de presión que poco a poco captura la atención cada día de más ciudadanos, líderes políticos e incluso militares que abocan por cambios contundentes. Más que mantener el legado de su antecesor, Maduro, sin mucho carisma y con poco tacto político, se ha dejado llevar a una espiral de inconvenientes y desaciertos que no dejan ver una salida clara para la tensa situación. En esta línea, la toma pacífica de las calles no sólo es un reto para el Ejecutivo, sino una muestra de que la población ejerce su derecho a manifestar sus desavenencias con el poder públicamente. Quizá el principio del fin para este largo proceso.

*Profesor e investigador de la Universidad Sergio Arboleda.

Fuente ElEspectador.com Fotografía AFP

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Por Oscar Mendez

Periodista Colombiano y Director del Portal Web www.radionoticiascasanare.com