Nicolasa y John Carlos durmieron en la calle. Elizabeth bajo techo, pero angustiada por no saber nada de su pequeño hijo. Los tres están atrapados por el cierre fronterizo en Colombia, adonde llegaron a trabajar o de voluntarios del fallido intento de pasar ayuda a Venezuela.
Con 71 años, Nicolasa Gil dice que no tiene miedo de dormir en las aceras calurosas de Cúcuta. “Lo que me asusta es pasar a mi país, porque estamos más seguros aquí que allá”, dice a la AFP.
Sentada en una baldosa, recuerda con ira la quema de un camión cargado de alimentos e insumos médicos que tras atravesar la parte colombiana del puente Francisco de Paula Santander se dirigía a Ureña, en Venezuela.
“Apenas pasamos nos agarraron a punta de lacrimógenos y tuvimos que dejar las gandolas (camiones), y los animales esos las quemaron”, cuenta.
Desde el sábado no va a su casa, en el estado venezolano de Mérida, porque atendió el llamado del opositor Juan Guaidó, reconocido por 50 países como presidente interino de Venezuela, para apoyar el paso de ayuda ante la crisis.
El gobierno de Nicolás Maduro cerró indefinidamente cuatro puentes que conectan con Colombia, mientras Bogotá tiene previsto reabrir el martes los pasos tras haber verificado daños causados por los enfrentamientos entre manifestantes y las fuerzas chavistas, que dejaron unos 300 heridos en la zona.
En su tierra la esperan sus cuatro hijos, que se quedaron trabajando. “Ya son grandes”, apunta, antes de cargar contra Maduro: “Es una infamia lo que hicieron. Ese hombre no tiene sentimientos”.
“Decirle ‘te amo'”
Por las vías del barrio aledaño al puente Francisco de Paula Santander caminan policías antimotines colombianos. Tienen las cabezas descubiertas para evitar el calor, pero no se separan de sus escudos ni sus armas.
Uno de ellos, vestido de negro, pasa al lado de Elizabeth Machua. Colombiana, vive hace tres décadas en Ureña. A diario pasa la frontera para trabajar como manicurista, oficio que ejerció durante años en Venezuela pero que ahora practica en su país por la hiperinflación que esfuma salarios.
El jueves se despidió con un abrazo de Adán Alejandro, su hijo de tres años, antes de dejarlo en una guardería y cruzar la frontera. La tensión le impidió regresar. Desde entonces duerme en casa de una compañera.
Su niño, que tiene problemas de habla, permanece con una niñera a la que le cuesta contactar.
“Llamo al número que tengo, llamo a otro amigo y nada, los números simplemente repican y repican, y nada, nadie contesta. Me imagino que bloquearon las llamadas”, afirma esta morena de 40 años.
Recuerda el último intercambio con su hijo: “Lo único que me dice es ‘hola, hola'”. La rabia incluso la lleva a considerar una acción armada en Venezuela: “Que pase lo que tenga que pasar”, dice.
Un hombre gordo la escucha resignado. También quedó atrapado en Colombia, adonde han llegado 1,1 millones de migrantes venezolanos por la crisis.
Elizabeth se queja porque ninguna autoridad le dice cuándo podrá volver. Solo piensa en su niño. “Quiero abrazarlo, besarlo, decirle (…) ‘te amo, hijo, ya pronto esto se va a acabar'”.
Por trochas
En la misma calle, John Carlos Gaitán bebe agua de una bolsa plástica. Un grupo de venezolanos llegó en dos autos para repartir bebidas y alimentos a estos sin techo temporales.
Sus amigos también se hidratan. Llegaron todos el viernes a Colombia para asistir a un multitudinario concierto para recaudar fondos para atender la emergencia en Venezuela. Desde entonces, por primera vez en sus 31 años, duerme en la calle.
“Nunca he vivido esto, pero esto me ayuda a entender a muchas personas que se vienen de Venezuela a trabajar aquí”, reflexiona.
Gracias a sus ventas informarles -que le permiten ganar en pesos colombianos y acceder a bienes y alimentos- se siente privilegiado frente a los venezolanos que pasan penurias. Pero no hay billetera que aguante.
“Ya no tengo los recursos para estar aquí, no hay nada como estar en casa”, señala. Con sus amigos discuten cómo pasar el río que divide las dos naciones. Asegura que posiblemente lo harán por las “trochas” o pasos irregulares. En Cúcuta hay treinta, según la policía.
Pero los peligros se multiplican con la tensión fronteriza. Algunos caminos son controlados por contrabandistas o narcotraficantes. En otros dicen que hay colectivos, como llaman a los grupos armados afines al chavismo que atacaron a los manifestantes el sábado.
“Ellos van con todo, de verdad que sí”, sentencia John Carlos, a quien le llegó el rumor de que los colectivos buscan en los medios de comunicación rostros de opositores para atacarlos en suelo venezolano. Sin embargo, es imperativo volver: “Quisiera estar con mi familia”.
Fuente y Fotografía El Nuevo Siglo.