EL FESTEJO por la victoria de Jair Bolsonaro, octavo presidente electo en la historia del Brasil posdictatorial, se sintió tanto en Bello Horizonte como aquella vez en que Tancredo Neves, expresidente nacido en esta tierra, anunció que Brasil, en 1985, volvía a votar para elegir a un Mandatario.
Puestas sobre la mesa, de la que nunca se despegó, el radical de derecha desplegó una Biblia y una Constitución. “Soy un verdadero cristiano, un patriota” dijo y agregó: “Nos tenemos que acostumbrar a convivir con la verdad, no hay otra manera. Gracias a Dios, esa verdad la entendió el pueblo brasileño”.
No podemos, dijo el capitán por redes sociales –ni siquiera esta vez apareció en público- “seguir coqueteando con el comunismo, con el socialismo”, mientras en su casa, de fondo, retumbaba el funk carioca, un ritmo popular de Rio de Janeiro.
El candidato de la ultraderecha brasileña ganó con el 55,3% de los votos (57 millones), una cifra muy cercana a la que estimaron todos los sondeos de Datafolha e Ibope, otros de los grandes ganadores de la jornada. 11 puntos más atrás, Fernando Haddad, aquel candidato escogido por Luiz Inácio Lula da Silva a dedo, quedó ubicado, confirmando la peor derrota del Partido de los Trabajadores (PT), una colectividad acostumbrada a ganar elecciones o ser derrotada por diferencias ínfimas, como en 1989.
El candidato de muchos En el sur, una extensa región de Brasil que comienza en el estado de Mina Gerais, la gente se volcó por el “capitán”. Su capital, Bello Horizonte, reflejó en las urnas ese deseo de volver, así sea con un extremista, a una economía boyante en medio de una recesión histórica. “La crisis ha pegado duro; más que en 2008”, dijo a EL NUEVO SIGLO Eduardo.
Este taxista mulato de un poco más de 30 años no se dejó convencer de su primo, un activista del PT, que vive en Salvador de Bahía, la tierra de Jorge Amado. “Yo voté por Bolsonaro, como casi todos los taxistas”, contó. Pese a los deslices del ultraderechista, siempre tuvo claro que había que poner las cosas en perspectivas. “Era una feminista que lo atacaba cuando estaba proponiendo la castración química contra violadores”, dijo, al referirse al momento en que Bolsonaro le dijo a una diputada que ni siquiera la “violaría”.
En solo cuatro meses, el bolsonarismo se convirtió en un movimiento político de rechazo capaz de agrupar a indignados de cualquier origen, sean blancos o negros, ricos o pobres. La gestión del PT, marcada los últimos años por numerosos escándalos de corrupción, llevó a que los brasileños optaran por un candidato que no hacía parte del sistema político, corrompido en todos los niveles, desde Luiz Inácio Lula da Silva hasta funcionarios que representaban al Partido Democrático de Cardozo.
La elección del domingo fue un grito de desahogo. Desde 2014, cuando empezaron las marchas contra de Dilma Rousseff, que conllevaron al año siguiente a su destitución, un sector mayoritario de Brasil se dedicó a pedir un revolcón en la clase política. Este no se hizo esperar. Después de que la expresidenta dejara el poder, comenzó una investigación contra Lula por corrupción en Petrobras, que finalmente derivó en una sentencia en su contra que lo tiene hoy preso en una cárcel en Curitiba.
Declarándose víctima de una persecución judicial, el PT insistió a lo largo de esta elección que Lula podía ser candidato (desistió en agosto) y que los demás partidos también hacían parte del entramado de corrupción. Implícitamente reconoció su culpabilidad, lo que a muchos les cayó muy mal, por su falta de autocrítica. “El PT fue muy criticado debido a algunos integrantes, pero lo que pasa es que no fue solo el PT. Todos los partidos brasileños estuvieron involucrados en corrupción”, enfatizó Loreija, una votante del PT, que vestía una camiseta estampada con las siglas de este partido, considerado el más grande del mundo.
“Brasil, cuando el PT gobernó, llegó a crecer 5%, entonces fue Lula quien puso el nombre del país afuera”, dijo y, agregó: “Pienso que va ser muy difícil para nosotros. Las personas cuando son agresivas, como él, son así porque no tienen argumentos. Para ser administrador se necesita sabiduría”.
Evangélicos e industriales
Nunca fue un secreto que en estas elecciones las iglesias evangélicas, poderosas instituciones capaces de poner más de 30 millones de votos, estuvieron casi alineadas del lado de Jair Bolsonaro. En especial, la dirigida por Edir Macedo, el pastor que unos añas atrás apoyó al PT y, después de una decadencia moral de este partido, ha dicho, prefirió al ultraderechista.
Sobre la avenida Olegário Maciel, una céntrica calle de Bello Horizonte, se levanta la Iglesia Universal, una gigantesca estructura color curuba que congrega a los evangélicos de esta ciudad. Una participante al “culto” de la tarde le dijo a EL NUEVO SIGLO que “no es que seamos bolsonaristas, no nos estamos volviendo de Bolsonaro. Pero si no sirve, impeachmente como Dilma o Collor de Melhor”.
Tampoco dejó de ser cierto que, como lo destacó Folha da Sao Paulo en su editorial, estas fueron las elecciones más sucias desde que Brasil volvió a la democracia. Las mentiras, de lado y lado golpearon la autonomía del votante congestionado por un sinnúmero de información falsa que en algunos casos vició su capacidad de elección.
Como al menos otros cuatro países del continente, Brasil ha virado a la derecha. Un giro que se volvió realidad en solo cuatro meses. Después de 20 años del PT y la derecha progresista de Cardozo, esta tendencia llega de nuevo al poder. Pero, poco se conoce de ella. Para empezar a saber cómo es, basta mirar al sur, aquí, en Bello Horizonte.
Fuente y Fotografía Colprensa-elnuevosiglo.com.co