Decenas de carteles contra Donald Trump se levantaron en Corea del Sur esta semana. En Hamburgo, docenas de personas se congregaron en una plaza para desdeñar y pedir la salida del presidente. Del otro lado del Atlántico, una turbamulta lo acusaba de fascista y se alegraba, a las puertas de uno de los aeropuertos de Los Ángeles, de la llegada de migrantes, que en realidad eran turistas. En Nueva York, abogados con buena fe se apostaron en las salas de recibo del JFK para ofrecer ayuda legal a los migrantes en necesidad, y manifestantes con carteles que retrataban a la estatua de la Libertad se disiparon tras una marcha mancomunada y rigurosa en el bajo Manhattan.
El alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, y el gobernador de California, Jerry Brown, formularon sendos discursos en los que defendieron su política de recibir migrantes, de preservar su insistente confianza en quienes quieren tener una vida nueva. Pero en Johnstown, un pueblo de Pensilvania, a cinco horas en coche desde Nueva York, no había ninguna protesta ni descontento.
—Protestarán contra cada cosa que Trump haga en los próximos cuatro años —decía allí Milan David, un jubilado de 66 años.
Como Trump, David añora un país antiquísimo: el país del progreso, la caldera encendida y trabajosa, la labor disciplinada y pragmática y, en el caso de su región, la expansión de la metalurgia. Su correspondencia con los deseos del presidente, que visitó el pueblo en octubre del año pasado, tal vez con la conciencia de que su industria metalúrgica se había destrozado desde los años 80, junto con el porvenir de cientos de familias, llega hasta el punto de que lo apoya en la creación del muro en la frontera con México. Ante los cientos de llamados a aceptar migrantes, a permitirles la entrada a sirios y mexicanos, a defender la gama cultural del país y la diversidad de los colores y las razas, David responde:
—Tendrían que ponerle electricidad al muro e instalar ametralladoras.
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En su portada de diciembre, la revista Time llamó a Donald Trump el presidente de los Estados Divididos de América. Puesto que la elección de noviembre demostró que los puntos de encuentro entre republicanos y demócratas eran menores, el título resultó ajustado a la realidad y, sobre todo, expresó en breve la sensación general de polarización que invade a Estados Unidos desde hace más de una década.
Un estudio del Pew Research Center encontró que desde la presidencia de Dwight Eisenhower las divisiones se han extendido de una manera obtusa. Durante su presidencia, entre 1953 y 1961, el 49 % de los demócratas apoyaban su gestión republicana. En la de John F. Kennedy, el porcentaje de los republicanos que le daban su aval se mantuvo en ese guarismo. Desde entonces, el apoyo del partido contrario a la Presidencia —que señala en parte el entusiasmo de los votantes— ha disminuido sin remedio. En el mandato de Reagan —republicano— el 31 % de los demócratas lo apoyaban. En el de Bush hijo —republicano— fue el 23 %. Obama —demócrata— tenía sólo al 14 % de los republicanos de su lado.
La brecha política cada vez mayor fue determinante para la victoria de Donald Trump, que supo zambullirse con confianza en ese vacío y se presentó como un candidato que rabiaba ante la indiferencia y la estolidez de los políticos de turno, de élite y de costumbre. Esa voz la escucharon tanto los blancos católicos o protestantes y sin mayores grados escolares como los blancos con educación de la base republicana tradicional, según mostraron las encuestas en tiempos de campaña. No fue una decisión de tontos. Hoy, según un sondeo de Reuters/Ipsos, el 80 % de los republicanos aprueban su presidencia. En The New Republic, el periodista Jeet Heer escribió en marzo de 2016: “Hay que enfrentar su sistema de valores, pero Trump no los está engañando. Ellos saben qué está vendiendo y les gusta”.
—Parece que está haciendo lo que haría —dice Don Krepps, un obrero del norte de Ohio—. Está haciendo un mejor trabajo que el que haría Hillary.
La revista Politico explicó en marzo del año pasado que el éxito de la campaña de Trump yacía en que sus propuestas abrigaban a los republicanos más duros —aquellos que apoyan el muro y el veto—, pero también a los moderados. “La emoción —explicó Scott Bland—, más que la ideología, ha sido el factor de unión en la coalición de Trump. De manera consistente, está ganando votantes que dicen que están rabiosos con el gobierno federal”.
—Si lo dejaran tranquilo, creo que lo haría bien —dice Krepps—. Pero los demócratas y la gente de Hollywood se quejan de cada cosa que hace.
Una prueba de que Trump prosperó entre todos los estratos republicanos son los comentarios que recogió esta semana CNN, después de que el mandatario vetara la entrada de habitantes de siete países de mayoría árabe. Dotty Rhea, de 68 años y jubilada en Tennessee, desglosó una opinión moderada: “Yo sí me siento más segura. Nadie está molesto con los migrantes, nadie los odia. Sólo necesitamos protegernos”. También lo hizo Debbie Meiners, de 67 y habitante de Jacksonville: “Amamos a los refugiados, pero sólo queremos a aquellos que vengan a amarnos y que quieran asimilarse en nuestra cultura y nuestro modo de vida”. En Reddit —una red de debate—, en cambio, un comentarista anónimo expuso la visión más límpida y llana del regusto por aquella medida: “Estados Unidos fue fundada por conquistadores blancos y cristianos. No por refugiados”.
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El miércoles, Milo Yiannopoulos, editor de Breitbart —un sitio de noticias de extrema derecha—, daría una conferencia en la Universidad de Berkeley. Un mes antes, una centena de profesores había argüido, en una carta enviada a la rectoría, que era necesario cancelar el evento a causa de la “conducta dañina” de Yiannopoulos, que ha abogado por la misoginia y el rechazo a las personas transgénero y apoya con fruición la supremacía blanca. Un grupo de estudiantes pensó igual, pero en vez de enviar una carta elegante prefirieron salir a la calle con palos y pancartas para exigir la cancelación. El evento fue cancelado. Trump sugirió que era un atentado contra la libertad de expresión. La polarización no permite saber, con certeza, quién defiende las libertades.
Hollywood también ha sostenido una tesis similar: que el gobierno de Trump resulta dañino. En su discurso de los Golden Globes, la actriz Meryl Streep se refirió a Trump sin nombrarlo una sola vez: “Cuando el poderoso usa su posición para acosar al resto, todos perdemos”. Como dijo Krepps, parte de quienes apoyan a Trump suelen agrupar a Hollywood, las universidades, los medios de comunicación —The New York Times, The Washington Post, CNN— y las estrellas musicales en un solo conjunto: son los enemigos del presidente. Aquellos que exageran sus decisiones, sobredimensionan sus bromas y fomentan su falsa imagen mala. Por eso, cuando le preguntaron en un debate virtual sobre cómo se sentía por el hecho de que Trump no entregara su reporte de impuestos, un comentarista respondió: “Estoy muy cómodo con eso. De verdad, creo que seguirá con la mentalidad de ‘Estados Unidos primero’ y que hará lo mejor por su país. Eso es todo lo que me importa”.
—No hay duda de que CNN y Fox News no le dan ninguna oportunidad —dice Dan Wallace, cartero en Carolina del Norte—. Está en la senda correcta. La gente debe darle una oportunidad.
Los esfuerzos para detener a Trump, más allá de las protestas y las exigencias públicas de sus opositores, son evidentes: Hollywood lo recuerda en sus galas —el elenco de Stranger Things, la célebre serie de Netflix, dijo en los premios SAG: “Abrigaremos a los desarrapados y a los marginados, aquellos que carecen de esperanza. Superaremos las mentiras. Cazaremos a los monstruos”—; Budweiser honrará hoy a su creador —alemán que emigró hacia Estados Unidos— con un video entero en el Supertazón; la opinión de los diarios predominantes en general lo critica por todas sus medidas; Antonio Guterres, secretario general de la ONU, le pidió que elimine las medidas contra los refugiados.
Del otro lado está un país rural en su mayoría, afectado por las políticas de la globalización y que ve a Trump como una suerte de héroe sin medida —con sus errores, pero quién no los tiene— que se enfrenta a una clase política corrupta. “Creo —dijo Philip Scott, un habitante de Arkansas de 71 años, a USA Today— que es un verdadero estadounidense y de verdad quiere hacer el bien por nuestro país, mejorarlo, hacerlo mejor, hacerlo más fuerte”. “Nos hace sentir seguros —dijo Michael McCoy, de 64 años y habitante de Carolina del Norte—. Necesitamos sentirnos seguros en este país. Creo que hay una gran división entre las razas. Creo que hay una amenaza terrorista y, ya sabes, se puede sentir la tensión y esa tensión tiene que acabarse”.
Meses antes de las elecciones, en su programa de crítica política, la periodista y comediante Samantha Bee se reunió con un grupo de votantes jóvenes que apoyaban a Trump —había un afroamericano y una persona de evidente origen asiático—, con cierto nivel de educación y de diversos grupos sociales. Entonces le preguntó a uno de ellos:
—¿Qué tiene que hacer Trump para perder tu voto?
—Bueno, pues… —respondió, dubitativo.
—¿Asesinar?
—Siento que es un poco ilógico. Quiero decir: no va a matar a nadie.
El verificador de datos, que Bee llevaba con ella, los interrumpió en ese momento. El hombre se detuvo y miró con algo parecido al desdén al verificador, que dijo:
—Trump dijo en un mitin de campaña que podría dispararle a alguien y no perdería un solo voto.
—Sí: él lo dijo. Se llama broma. La gente bromea. La gente bromea en Estados Unidos.
Fuente y Fotografía ElEspectador.com – CBS New York